Cuando el hombre primitivo estaba agobiado por las dificultades, cuando le era difícil seguir viviendo, comer, beber, abrigarse, calentarse, defenderse de las intemperies, de las fieras, del miedo a lo desconocido, no tenía respiro para hacerse preguntas. No solo cada día, cada hora tenía su afán. Y no sabía casi nada. Pero cuando, al cabo de los siglos, el hombre consiguió alguna riqueza, cierta seguridad, instrumentos que le permitieron desarrollar una técnica, noticias y conocimientos, cuando su memoria no fue sólo suya y la de sus padres, sino la de la tribu o la ciudad o el país –una memoria histórica-, cuando hubo autoridades y mando y alguna forma de derecho y estabilidad, consiguió el hombre holgura, tiempo libre, se pudo divertir, cantar, tocar algún instrumento, bailar, componer versos, dibujar o esculpir, levantar edificios que no eran sólo cobijo, sino que debían ser hermosos, inventar historias, y a veces representarlas. Y entonces, en esa vida más compleja, mas atareada y a la vez con más calma, sintió sorpresa, la admiración, el asombro, la extrañeza: ante lo bello, lo magnífico, lo misterioso, lo horrible. Y empezó a lanzar sobre el mundo una mirada abarcadora, que en lugar de fijarse en tal cosa particular contemplaba el conjunto: y al entrar en sí mismo, al ensimismarse como decimos con una maravillosa palabra en español, empezó a atender al conjunto de su vida y a preguntarse por ella. Así nació, seis o siete siglos antes de Cristo, en Grecia, una nueva ocupación humana, una manera de preguntar, que vino a llamarse filosofía.
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